lunes, 21 de febrero de 2011

Capítulo VIII

Kahina y la Diosa de la Tierra.

         -Por fin os encontré, ¡¡Brujas!!- el hombre de negro se bajo la tela que le cubría el rostro, y de sus entrañas salió una gran llamarada de fuego. Rápidamente, una figura esbelta y bella se interpuso entre el fuego y la muchacha. Era Inaya que con un movimiento de mano repelió el fuego de su enemigo.
         La mano de Inaya refulgía con un intenso brillo, como cuando el sol de la mañana sale y se refleja en el hielo de la noche pasada.
         -Inaya… ¿cómo has hecho eso?- dice Kahina titubeando.
         -No lo sé, simplemente actué por intu… in…-sus ojos cambiaron drásticamente en cuestión de segundos, la piel se volvió grisácea y en  un instante se abalanzó contra el enemigo con un alarido de furia.
         El hombre casi sin tiempo de reaccionar rodó por el suelo, y del bolsillo sacó una especie de cuchillos que los lanzo contra Inaya, pero esta los repelió con la misma facilidad que el fuego de antes, de la mano se desprendió escarcha e Inaya se miró con curiosidad. Con voz gutural y casi de ultratumba se dirigió al hombre.
                   -¿Quién eres?, hombre.- dijo con desprecio. La figura desfigurada de lo que sería un rostro se movió y dijo:
                  -Yo no soy nadie, solo un peón en este gran juego, pero mi adorado líder se llama Hamdan, El Alabado, recordadlo, y ahora, ¡¡os matare!!
-Haz que el fuego del corazón en su cuerpo arda sin compasión.
         Una llama salió espontáneamente del hombro de Inaya, con tal fuerza que la lanzo hacia los arbustos. El hombre se dirigió hacia Kahina, que tenia un ojo de un tono marrón claro y el otro de un verde hiedra, que hacia que su rostro fuera magnífico. Detrás, entre los arbustos una columna de humo se veía a través de la oscuridad mientras los gritos de dolor de Inaya se metían en los odios de Kahina quien ya no lo podía soportar.
-Diosa de la Tierra, dame tú poder.
         Al decir estas palabras salió corriendo en busca de su amiga, el hombre volvió a lanzar su aliento flamígero contra Kahina, pero detrás de ella se alzó una alta pared de barro y hierba mientras seguía corriendo sin parar.
         El hombre incansable seguía lanzando sus ataques mientras que Kahina los repudiaba continuamente. Un sudor frió caí de la frente de la muchacha, rápidamente salto, se giró hacia atrás, alzo los brazos haciendo retumbar el suelo, al bajarlos, un gran número de rocas cayó sobre el hombre.
Kahina aliviada corrió hacia Inaya.

jueves, 3 de febrero de 2011

Capítulo VII

                Utiliza nuestro poder, Kahina.

         Después de ver a sus hijos por última vez, Inaya recorrió otro pasillo y entró en su habitación. << Había tenido mucha serte, el Príncipe Hakem no se encontraba allí, seguramente estaría con su gran concubina Miu, y con la que tantas y tantas veces compartí lecho, junto con mi esposo >>
         Se dirigió hacia la cama de matrimonio que tan malos recuerdos la evocaba, con mucho esfuerzo la desplazo hacia un lado, bajo esta se encontraba un sueldo baldosado.  Dibujos geométricos decoraban aquellas losas del suelo, excepto una, esa que Inaya, una mañana de verano descubrió, y se adentro en el interior de Egipto. Con cuidado levanta la baldosa y baja por el estrecho y angosto agujero.

Mientras tanto, en el campo de los amados…
Kahina estaba sentada en la fría hierva bañada por el suave roció de madrugada, con gran nerviosismo arrancaba grandes puñados de hierba del suelo, para después lanzarlos al aire y lentamente decir unas dóciles palabras.
Aere meum Deus meus, vocem meam vitae meae
(Mi aire mi dios, mi vida mi voz.)
         Lentamente las briznas de hierba se fueron elevando acompasada mente, primero a la derecha luego a la izquierda, dieron una vuelta y siguieron con su juego, parecían una par de hadillas traviesas revoloteando de aquí para allá.
         Unos metros más allá donde Kahina se encontraba, un ser en sombra apareció tras los setos salvajes. Vestía ropajes negros que le cubrían todo el cuerpo, y solo le dejaban ver unos intensos ojos dorados, sus manos acabadas en unas largas uñas se tensaban alrededor de dos artilugios que refulgían odio.
         Automáticamente los pequeños trozos de hierba pararon de revolotear para acabar cayendo contra la orilla del Nilo.
         -Por fin os he encontrado- dijo el hombre tras la oscura tela, mirando fijamente a los trozos de hierba camuflados tras miles de brotes similares. La imagen de la hierba con dos pequeñas flores blancas y puras, se reflejaban en los ojos vacios y sin vida de aquel ser.